Escritura creativa

El espejo tenía unos rayones, estaba manchado y es partes deformaba lo reflejado —pero Susan veía claramente. Se veía claramente. Le respondían los mismos ojos pero pintados de un azul más oscuro, profundo y vivo. Su piel lucía una capa de bronceado, natural y accidental, de esos que se pegan durante un día de juegos en la playa. Y la sonrisa… la Susan que le respondía la mirada desde el espejo del baño público sonreía, algo que ella no había hecho en un año.

Falsamente sí, por supuesto. A la señora Higgins del almacén, que intentaba convertirse en una pseudomadre tras la muerte de su mejor amiga. A sus compañeras de la universidad, que la visitaron una sola vez y por lástima. A las chicas del Club, socialités que reconocían su máscara pero que respondieron con las suyas y partieron. Y ahora repasaba esa sonrisa de nuevo, para el gran show que debía presentarle a sus tíos.

Pero su reflejo yacía intacto con una perfección ilógica. Era una mejor versión de aquellas veces en que visitaba las playas de Narnia y se veía en el océano… Parpadeó. El baño público volvió, su piel empalideció y la sonrisa desapareció, justo cuando un puñal le atravesó el estómago.

El movimiento de las campanas sacudía las paredes del baño. Su sonido arrasaba por el aire, llenando cada esquina, nadando por cada recoveco entre los azulejos del recinto. Lo acompañó la bocina, profunda y ensordecedora como las campanas, pero con brazos invisibles que atraparon a Susan y la detuvieron en su lugar.

Un año atrás Lucy habría apoyado sus pies en la misma baldosa que ocupaba Susan en ese momento. Edmund habría escuchado las campanas y, alarmado, apurado a sus hermanos con un grito. Peter se habría apresurado y ayudado a su hermana con la valija que compartían. Un año atrás su familia se subiría a un tren para no regresar jamás. Un año atrás su familia la dejaría sola en Finchley, en una casa que no haría más que crecer con el débil paso de los días.

El silencio regresó y Susan abrió los ojos. No lo había notado, pero el baño estaba lleno. Se unió a la multitud en el hall central, y con la mirada fija en sus zapatos de charol llegó al puesto de chequeo de boletos. Lo tenía preparado en el bolsillo. Una mano temblorosa lo retiró del refugio y lo acercó a la mujer que le sonreía abiertamente. Susan no le pudo devolver el gesto. Detrás de la mujer la multitud se dispersaba en líneas estrechas que convergían en las distintas plataformas. Detrás de la mujer llegaban y se despedían formaciones repletas. Detrás de la mujer se mecían los carteles que indicaban los andenes 14 y 15, nuevos y relucientes.

— Disculpe, señorita. ¿Está bien?

— Sí, si, es que- los trenes. Los trenes no me gustan mucho.

De nuevo se abrió el telón y desfiló su sonrisa, disminuyendo la aparición de sus latidos apresurados, de sus manos y piernas temblando… La mujer colocó su mano derecha en el hombro de la joven. Le sonrió, y le dio un empujoncito, haciéndola avanzar hacia las plataformas.

Vamos, Susan. Se dijo internamente, tratando de apagar su entorno. Es ahora o nunca. Debía visitar a sus tíos, o ellos la visitarían a ella. Susan no podría permitírselo. Desde el accidente la casa estaba intacta. Casi un año de rutina que Susan se prohibía arruinar. Se levantaba al amanecer para correr las cortinas, como lo hacía su madre. Preparaba su desayuno, ocupaba su lugar a la izquierda del final de la mesa. Regaba las plantas, limpiaba el estudio. Doblaba la ropa de sus hermanos, lustraba sus zapatos.

La modesta casa de Finchley parecía una extraña prisión. En vez de arrinconarla, sentía como que las paredes se extendían con cada día que pasaba. La mesa en la que cenaba con sus padres y hermanos sumaba una silla más, los armarios de la cocina agregaban platos, la casa crecía en pisos. Con cada atardecer la casa de los Pevensie se volvía más grande, mientras Susan se achicaba y la observaba desde el piso.

Pero era su casa. De fondo se escuchaba a su madre arreglando alguna prenda, acompañada por la voz de Lucy, que tarareaba y dibujaba junto a la ventana de la sala de estar. Su padre llegaba de trabajar y sacudía el paraguas en el porche. Peter y Edmund discutían de política, y cada tanto se sumaba Lucy, para una nueva edición de intercambio de recuerdos de Narnia. Era el soundtrack de su nueva vida, y solo se reproducía en la casa. Cuando pisaba fuera del porche los recuerdos se ahogaban bajo los sonidos de la calle y Susan estaba sola en contra del mundo, otra vez.

Tarde o temprano iba a pasar. La primera carta llegó hace dos meses, y le siguieron otras dos. Susan las ignoró en un principio. Eran advertencias. ¿Cómo le iban a sacar su casa? No podían hacerlo. Era suya. Sus abuelos paternos la construyeron, sus padres la protegieron durante la guerra y ahora Susan recogía los fragmentos para conservar a su familia en ella.

Y la querían destruir, ella lo sabía. Era una nueva ola que se aproximaba. “La gente pide edificios”, recitaban los diarios, y Susan sabía que en su casa veían una oportunidad. Ella quería encadenarse a los cimientos, si querían su casa tendrían que terminar con ella primero.

Pero su tía tenía razón, y no podía evitar lo inevitable. Cuando Susan ignoró las cartas, el banco le envió copias a Alberta y Harold Scrubb. Ellos se contactaron con su sobrina, amenazando con una visita. En pánico, la última Pevensie les respondió que ella iría a Cambridge y allí estaba, frente a la gran estructura de metal, mostrando su boleto una vez más, y sentándose en el compartimiento.

Faltaban diez minutos eternos para que partiera el tren. Al principio Susan mantuvo la vista fija en sus manos unidas sobre sus rodillas, cerca del dobladillo de la pollera de tweed oscuro. Sin embargo cerca de los cuatro minutos se animó a levantar la vista, y recorrer la plataforma. Los guardias anunciaban la inminente partida del expreso a Cambridge, viajeros apresurados caminaban con el diario sujeto entre el maletín y sus manos, familias enteras reían y se ayudaban a subir los escalones del tren.

No tendría que haber abandonado el encuadre de sus manos en las rodillas. Los rostros de las numerosas familias eran reemplazados por los de sus conocidos. Eustace y Jill caminaban de la mano, el primero hablando agitadamente con sus brazos acompañando sus palabras, mientras la chica le sonreía. Su padre llevaba la valija que compartía con la señora Pevensie, la que con paso ausente chequeaba los boletos y los repartía con sus compañeros. Peter, decidido y con la frente en alto marchaba hacia la plataforma, intentando distinguir por qué puerta acceder al tren. Edmund lo seguía a su lado, con un libro en una mano y un bolso en la otra, mirando a Lucy quien contaba alguna historia y reía musicalmente.

Parpadeó y comenzó el segundo acto, aquel en el que Susan se convertía en la única Pevensie. Se podía ver a sí misma, pisando fuerte en el hall central, sus rulos armados volando detrás, acompañados por el chal que sin que ella se de cuenta, se perdería por el camino. Las perlas le golpeaban la clavícula, el sudor le corría desde la frente, mezclándose con las lágrimas que comenzaban a surgir. El labial se le pegó a la palma derecha cuando quiso calmar un sollozo, que se escapó al llegar a la plataforma.

Accidente no lograba ilustrar la imagen que veían sus ojos. Era caos, puro caos. Voces gritaban, llantos hacían eco contra las viejas paredes de la estación, donde varios sobrevivientes se ubicaban para recuperar el aliento. Médicos intentaban acceder a la zona, trepando entre los escombros y pertenencias extraviadas. Sirenas avanzaban en el aire, sofocando junto al polvo a los que intentaban acceder al horror.

Y allí en el medio estaba Susan, sola, desaliñada como nunca. El vestido verde estaba arrugado, con salpiques de barro y húmedo por la lluvia que azotaba las calles de Londres. Había salido tan rápido de su casa que no llegó a agarrar el piloto o paraguas. El maquillaje recorría los límites de su cara redonda, el rubor ya no era ficticio sino resultado de la fría mañana de septiembre y sus pestañas perdían forma con cada parpadeo tembloroso.

Ese día Susan volvió a su casa de Finchley pasadas las diez de la noche. Era su horario habitual de regreso, con los malditos zapatos de charol sujetados firmemente del taco, los rulos caídos, una carcajada y un saludo musical a las socialités que se alejaban en el auto. Pero esa vez Susan tenía los zapatos puestos, el maquillaje corrido y el pelo lacio pero descontrolado. No había carcajada ni saludo. Había llegado en un taxi, no en un coche importado. Había vuelto de la morgue y no de una fiesta. Había reconocido a su familia, y no bebido Champagne entre la clase alta.

Con otro parpadeo la escena cambió y Susan volvió a su reflejo, en la ventana del tren. Lentamente la plataforma se deslizaba lejos de Susan. Los guardias de la plataforma saludaban con sus manos en alto mientras la formación se alejaba de ellos. Susan escuchaba a los niños despidiéndose de la ciudad, llamando nombres de gente que iban a extrañar. Ella los buscó. Intentó divisar a sus padres sonriendo; a su hermana con ambos brazos en alto saludando; a su hermano menor, con los labios apretados y asintiendo a modo de despedida; al mayor, con una mueca de lado y su guiño característico. Hasta buscó a su primo Eustace, sujetando a Jill de la mano, y levantando el pulgar con una sonrisa.

Sin embargo, a medida que el tren abandonaba la ciudad y se adentraba en el campo, el sol la cegó. Poco después la ventana le respondió con su reflejo. Y allí estaba Susan en 1950, con su característico labial rojo, acompañado de un rubor, con sus ojos delineados a pulso, sus cejas arqueadas al igual que sus pestañas. Los rulos oscuros delineaban su rostro. El decorado ya estaba listo, la sonrisa aparecería cuando los reflectores iluminen el escenario, pero aún así practicó. Sola en el compartimiento formuló una carcajada, luego una sonrisa completa y otra con los labios cerrados. Ensayó cada reacción, desde los actores principales hasta los suplentes. Todo estaba listo, salvo un detalle. Podía cubrir las sombras bajo sus ojos con corrector, iluminar su cara con rubor, pintar su sonrisa con falsedad y un labial llamativo. Pero lo que no podía hacer era corregir sus ojos. El azul profundo se había apagado un año atrás.







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